En América, un Continente exótico y colorido, coexisten 35 países y, entre ellos, está Estados Unidos, que es el autor por antonomasia de que la significancia del dinero es una buena parte de la apología a la avaricia, la ambición y el consumismo. Toda la grandilocuencia y extravagancia estadounidense, ese afán ostentoso por mostrar lo que se tiene o lo que se pretende ser, les ha llevado a la estética de lo grandioso, como cuando de las fábricas de automóviles en Detroit salían esos coludos y exagerados monstruos V8 de cuerpos enormes y escapes ruidosos, con ese típico ronroneo-rugido de 8 pistones resonando a través del escape. Algo que también tiene el mismo principio de esas postales de Las Vegas donde se nos arrebata con el barroquismo cursi de las imitaciones plásticas de coliseos romanos, pirámides egipcias o cualquier otra bisutería de oropel simulando la opulencia de lejanas y decadentes glorias imperiales del pasado.
Los creadores del dinero plástico y paladines del capitalismo y el libre mercado, también reflejan sus gustos y emociones en sus deportes nacionales, como el futbol americano, un bodrio de guerreros tranformers vestidos como astronautas rabiosos en una batalla campal en pos de una pelota ovalada que se parece al huevo de alguna dinosauria violentada sexualmente por algún pintor cubista. O el béisbol, un juego sin gracia ni ritmo, al son de una emoción deportiva entre bostezos y sobresaltos, y con la estética de un torneo de masticación de chicles o de escupitajos, amén de una impronta atlética parecida a la de un mitin de camioneros en paro.
Los gringos, son seres igual de atrofiados que nosotros, pero en grande, en rubio (o en negro) y con zapatos del 44 para arriba. ¿Y a qué viene toda esta peorata pro yanqui? ¡Ni idea! Debe ser la maldición bendita de haber ganado por primera vez (en 100 años de mirar sin tocar) la Copa América ¡¡dos veces seguidas!! Un logro fenomenal, una gesta surrealista para un país de mierda que se ha pasado casi el 90% de un siglo completo convencido que era bueno para la pelota, pero jugando como el forro, a los pelotazos, cometiendo penales en el minuto 90 o siendo incapaz de conseguir un maldito triunfo de visita.
Sólo bastó que llegara Bielsa, un argentino sumido en el desquicio, un soñador empedernido, un ególatra con la generosidad de un poseído -un maestro del futbol- para que nos apretara la tecla del sacrificio y el arrebato y nos convenciera que jugando a matarse -peloteramente hablando- en vez de trotar y aburrir a las gradas, se logra tocar el cielo y saborear la gloria. ¡Y vaya que tenía razón!
Hoy, el mérito de continuar el largo camino y llevarnos hasta la cumbre, ha sido de otro psicópata del futbol, otro obseso, un especímen tan singular que se pasea por el filo de la grama al igual que un padre histérico en maternidad al que la han avisado que lo suyo son trillizos. Sampaoli, una mente alienígena, tenaz, persistente y obcecada, se pasó por el culo la insistencia infausta de los 17 millones de especialistas y varias decenas de expertos periodistas deportivos -que intentaron hacerle el equipo todas las veces que pudieron- y puso sobre el campo de juego -y en puestos claves- a algunos de los jugadores que estaban con la soga al cuello en sus equipos, o despedidos o por serlo, y que además se encontraban sin ritmo, sin futbol, sin físico o con apenas dedicación de suplentes.
El Campeón de América, rompió el maleficio de un siglo completo, ejerciendo a plenitud la voluntad intransable e indisoluble de un hombre dispuesto a sacrificarlo todo, aún después de recalcular la forma, pero no el fondo de su fútbol. El largo viaje desde el fracaso persistente hasta la gloria es el mismo camino que han recorrido muchos de los que hoy ven los títulos pasar esquívamente frente a sus ojos. Así, los uruguayos -que han hecho del futbol un paisaje ganador en lo rústico, agreste y aburrido- se desbarrancaron del paraíso y se quedaron deambulando y echando pestes en contra de quienes legítimamente les pusieron a convivir en lugares secundarios.
En muchas partes de Chile la vida se despertó con un cielo encapotado, una mañana oscura de domingo que para el henchido corazón nacional se parecía al más bello amanecer del paraíso. El gris del espacio allá arriba era igual a un sol brillante, y la gente que caminaba por las calles se intercambiaba miradas cómplices de las que salían luces y estrellitas, como en Navidad. Todo diálogo entre desconocidos, en las esquinas, las cafeterías o en las filas de los supermercados, tenía que ver con risas y emociones amistosas, con conclusiones optimistas, con un futuro alentador, con chistes de argentinos, con la imagen de Higuaín apuntándole a las nubes o con la gozosa exaltación por el desparpajo de Alexis en el último penal.
Es que ser Campeón en el fútbol no solo es ganar una Copa. Cuando se sale Campeón (por sobre argentinos, brasileños y uruguayos, especialmente) Chile da un salto cualitativo que traspasa lo deportivo y se adentra en lo cuántico. Es decir, el gozo empieza en los quarks de uno y de ahí pasa a los protones, electrones y neutrones. Tras cartón, invade a los átomos y después conquista a las moléculas para finalmente colonizar a las células que son el componente básico de todo ser vivo. Por lo tanto, lo nuestro fue un placer tan atómico como celular. No hay nada comparable a esa sensación extraordinaria en la que Messi, Maradona, Pelé y todos "esos", no son sino la muestra palpable que en este Mundo, y a pesar de todas nuestras carencias, debilidades e imperfecciones, tenemos suficiente corazón y rebeldía para alcanzar la gloria aunque el maldito camino sea tan largo como para demorarse 100 años en llegar a la bendita meta soñada mil veces.
