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Truculencias del Amor con 90 Años a Cuestas

                                     



      “Yo, me enamoro de los hombres, pero no los admiro”, es la sentencia que nos suelta Carmen Barros, la fallecida actriz chilena que manifiesta sus esplendores y tormentas emocionales a través de su disco “90 y qué”. Una consigna que, a nosotros, los de las bolas y la trompeta, nos deja sumidos en ciertos cuestionamientos que a duras penas pasan algunos filtros del pensamiento machista apernado a lo recio y varonil. 

      Aquellos tiempos de truculencias femenistoides y sexualidades doble estándar y confusas al interior del ropero, hace ya rato se fueron dirigiendo a la puerta de salida en la línea de esas cosas cargantes que se abandonan porque son malas para la salud, como el cigarrillo, y que simplemente ya no pertenecen a la realidad del momento y tampoco encajan con la estética de la libertad conque hoy cada quién expresa su sexualidad.

      En el cine de otras décadas, todos fumaban. Los buenos, los malos, los inocentes y los culpables. Hoy, los que más fuman en las películas son los perversos, los criminales truculentos que cranean sus inmundicias agregándole al cerebro una nube tóxica de humo que contiene puras porquerías y más de 4 mil compuestos químicos y particulados, desde cancerígenos y hasta radioactivos. Al parecer, esta humareda ponzoñosa estimula las ideas perversas de los malvados, y bocana tras bocanada, la materia gris se llena de planes diabólicos e infames convicciones.

     Las personas interesantes de hoy ya no fuman. Unos cuantos poetas y escritores sin suerte ni talento son los que tragan humo para invocar a una inspiración que no oye ni llega nunca. Los reyes del best seller se han vuelto yoguistas, ecologistas y maratonistas. Beben y comen cosas sanas y aburridas como agua purificada, yogures, granola y otros potajes y menjunjes propios de monjes tibetanos en retiro espiritual.

     Que una mujer te quiera, pero no te admire, es una pócima muy dura de tragar para un hombre orgulloso, sumido en la tradición del pelo en pecho, y que de alguna manera se parece, en contrapartida, a una de aquellas frases masculinas venenosas que a cualquier chica occidental de la urbe combativa le serviría perfectamente para abofetearnos con una carcajada cargada de sarcasmo: “En realidad, eres demasiado inteligente para ser mujer”.

Claro que una chica sencilla de provincia, de esas que van a pasearse a las tiendas del centro para ver si agarran novio, tomaría la frase como un piropo en vez de una ofensa al estandarte del feminismo.
¿Será que la Carmencita nos encontraba demasiado tontos o poco lúcidos y hasta aburridos? ¿O es que la muy pérfida sólo nos usaba para satisfacer sus alocadas ansiedades y luego nos desechaba como se hace con el profiláctico aquél?

     Un macho ofendido por la maldita frase en cuestión podría descargar su rabia asumiendo que la falta de admiración se debe a un asunto que posiblemente esté ligado con la desinteligencia emocional de la nonogenaria y la confusión que la llevaba a creer que el "amor después de los 40" (¿O dije 90?) tiene que ver más con lo pragmático que lo sentimental. De ser así, habría que aplicar la parábola fundamental que existe entre la cofradía masculina para esquivar ciertas bofetadas de la idiosincrasia femenina, y que sirve perfectamente al objetivo de restarles importancia o incluso para disolverlas:        “A las mujeres no hay que entenderlas, hay que quererlas no más”.





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