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"El Perro que Amaba a las Piedras"

 



No había mucha gente en el parque. Era cerca del mediodía, hacía calor y el aire se sentía

húmedo y pesado.

Alberto, sentado en una banca, centró su atención en el hombre que estaba llamando a su perro.

Era un animal enorme de color gris oscuro, pelo corto y brillante, dos largas orejas puntiagudas, ojos intensos de color acero y un hocico fuerte y macizo coronado con unos colmillos que parecían perfectamente diseñados para triturar huesos y desgarrar cualquier tipo de carne, ya sea cocida o... cruda.

Parecía una mezcla monstruosa de gran danés con bóxer.

A su natural y desbordada imaginación, le pareció que aquel animal era uno de esos perros que algunas personas solitarias se llevan con ellos como la mejor compañía posible de conseguir para una casa muy grande y apartada. Se dijo que el tipo era un buen hombre pero que carecía de voluntad y personalidad suficientes como para que un animal de ese tamaño se sintiera motivado a seguir sus instrucciones o, por último, a hacerle caso cuando lo llamaba.

¡Homero, venga!

¿Homero?... Pero, qué nombre tan ridículo – se dijo haciendo una mueca - ¿Quién podría ponerle de nombre Homero a una bestia tan gigante como esa?

A todo esto, el tal Homero seguía en lo suyo, correteando – más bien galopando – de allá para acá y sin prestar mucha atención al hombre que lo llamaba con voz solícita mientras palmoteaba con sus manos

¡Homero, venga!

 

¡Pobre tipo! - se dijo – Se nota que no sabe nada de perros y que no tiene control sobre el animal... Le falta carácter...

¡Homero venga!

El enorme perro vio algo en el aire y de un salto se le fue encima. Era una hoja. Le dio un par de mordiscos y luego levantó la vista en busca de algo más interesante.

 

Fue entonces que se percató de su presencia. Primero, lo miró con curiosidad. Después, fijó toda su atención en él y, finalmente, se decidió por ir a investigarlo.

Alberto, cuando se encontró con la mirada del perro fija en él mientras se le acercaba, se puso nervioso y sintió un punzante escalofrío subiéndole por la columna vertebral

Oh, oh...

 

Homero, se detuvo a unos tres metros de distancia del hombre y estiró la trompa como para olfatear mejor su sustancia y su talante.

Alberto, cada vez más inquieto, miró furtivamente a su alrededor en la búsqueda de algo más que contundente con qué defenderse.

El perro, dejó que el flujo del humor de aquel sujeto entrara por su nariz. La lectura de su cerebro acerca de la naturaleza, voluntad y personalidad del humano en la banca fue especialmente descriptiva: inofensivo, nervioso, indeciso: nada interesante.

Sin embargo, y a pesar del resultado del examen olfatorio, Homero percibió algo más en la postura física de aquel humano. Entonces, se sentó sobre sus cuartos traseros para analizar con más detenimiento aquel confuso mensaje que emanaba de la sustancia de aquel individuo.

 

Frente a lo que presintió como una forma de mirar amenazante, Alberto, ya ansioso, ya tenso y definitivamente aterrado, empezó a vislumbrar una situación extrema y pensó que lo siguiente que podría que hacer era ponerse de pie y salir caminando tranquilamente en la dirección opuesta de donde estaba la bestia esa. Sin embargo, de inmediato se dio cuenta que era una mala idea porque no tenía ninguna posibilidad de salir indemne ante un monstruo de ese tamaño y a tres metros de distancia.

Ocurrió entonces que el hombre que llamaba a su perro con la paciencia y entereza de quien tiene un corazón a prueba de desaires, se percató que su querido Homero tenía la vista fija en un singular personaje sentado en una banca y el que parecía estar incómodo o quizás asustado o a lo mejor molesto.

 

¡Homero, venga! - exclamó nuevamente palmoteando con sus manos

 

El perro, no prestó atención ninguna al llamado de su amo porque en ese momento le estaban llegando los últimos informes de su sistema olfatorio y de lo que su intuición canina había sido capaz de definir: el tipo aquel era un animal humano poco confiable, aburrido y no era necesario gastar un ápice de energía en tomarlo en cuenta.

Desgraciadamente, Alberto, ya había orquestado una ridícula defensa ante lo que él concibió como un ataque inminente y extremadamente peligroso de aquel mastín. Tanto así que, cuando descubrió la piedra sobre el pasto, sin mediar reflexión alguna, con una agilidad casi impropia de su condición de regordete adicto a las papas fritas y a las hamburguesas dobles con kétchup hasta los bordes, dio un salto, tomó el peñasco y lo arrojó con toda la violencia que pudo generar, pero con tal puntería que la piedra pasó a más de un metro por sobre la cabeza del animal.

El hombre y propietario de Homero, se quedó de una pieza ante la inesperada reacción del regordete.

Homero, ansiosamente, siguió con la mirada la trayectoria de la piedra con todos sus músculos en tensión y listo para dar el salto y atraparla entre sus dientes. Claro que su falta de costumbre de cazar objetos en el aire por culpa del buen samaritano que lo sacó de la perrera pero que nunca tuvo el gusto de tirarle palos, piedras u otro tipo de objetos para que correteara e hiciera las prácticas, dio como resultado que su performance de “perrotote-caza-piedras” fuera de un nivel de pobreza tal que no estuvo ni cerca de atraparla.

 

¡Oiga! - exclamó indignado el dueño del perro - ¿Qué cree usted que hace?

 

El gordo, que se había ido de bruces sobre el pasto con el esfuerzo de tirar la piedra, estaba entre alelado, lívido y aterrorizado, mientras que Homero lo miraba fijamente con un par de ojos saltones, el hocico entreabierto, la respiración entrecortada, la lengua afuera, más todos los músculos de su cuerpo en absoluta tensión, listo para saltar encima de la siguiente piedra que le arrojara el hombre aquel.

El de las hamburguesas dobles se encomendaba a todos los santos que su madre se los había mencionado tantas veces pero que él nunca les había prestado atención. Con la inminencia de una muerte segura entre las fauces de aquella bestia, se arrepintió de algunas cosas de su vida, de su impaciencia, de su mal genio, de sus arrebatos, de sus promesas incumplidas y de la estúpida piedra que le había arrojado al monstruo aquel.

¿Por qué, San... San... por qué? - balbuceaba

Homero, ansioso y excitado hasta lo indecible, no veía acción ninguna en aquel humano que le indicara que otra piedra venía en camino. Al observarlo con aún mayor detenimiento, se extrañó que su lectura le dijera que aquel hombre parecía estar más colérico y asustado que listo para seguir el juego del peñasco.

Entonces, bajó sus cuartos traseros, agitó su cola como un látigo loco y le dedicó sus mejores ladridos al gordo para que reaccionara.

 

El amo, creyó comprenderlo todo. A pesar que iba en contra de aquel estilo de interacción con un perro, se dio cuenta que al parecer Homero era feliz persiguiendo piedras. Se acordó de los huesos de cuero que había visto en el supermercado y se prometió que le compraría uno de esos.

 ¡Oiga... Tírele otra piedra! - le gritó entonces al gordo 

Alberto, con el terror, la mirada perdida y la adrenalina al tope, agradeció la sugerencia de aquel hombre a quien ni siquiera reconoció como el propietario del perro, y buscó con la mirada a su alrededor. Casi al alcance de su mano, descubrió una piedra de gran tamaño. La tomó entre sus dedos y con su vista fija en las enormes fauces de aquel loco animal con la lengua afuera, se la arrojó con todas sus fuerzas calculando darle directamente en la cabeza.

Homero, siguió los movimientos del hombre mientras levantaba la piedra y, justo cuando el brazo del gordo se fue hacia atrás para tomar impulso, su naturaleza instintiva creyó leer perfectamente la fuerza y trayectoria del envío. Entonces, dio un salto y se echó a correr en dirección del posible vuelo de la piedra, la cual cayó al pasto en un lugar donde, obviamente, Homero, no anduvo ni cerca. 

El hombre y propietario del perro, se puso de pie. Sonreía con alegría y satisfacción.

Alberto, trémulo y desconcertado, hizo el esfuerzo por levantarse del pasto.

Hola – dijo el hombre acercándose a él con una amplia sonrisa – Soy Salvador Bonifacio, el dueño del perro. Le agradezco que jugara con él

Alberto, se repuso del bochorno con la misma rapidez que cambió la cara de pánico por la de quien tiene todo bajo control

No fue nada – atinó a decir –… Hermoso su perro

Homero – replicó Salvador Bonifacio –… Se llama Homero

Bonito nombre – dijo Alberto con su mejor mueca de complicidad

En ese instante, apareció Homero, que llegó a su lado y se puso a olfatearle las piernas

¡Vaya..!. Se ve que usted le cae bien...

Ahá... Ahá... - exclamó Alberto, entre rígido y trémulo con el enorme hocico de Homero pegado a sus piernas. Ni siquiera se atrevió a mover un músculo cuando Homero empezó a restregarse en ellas.

¡Homero... eso no se hace! - exclamó Salvador

No, déjelo no más... es una cosa de... amistad – balbuceó Alberto

El perro, levantó su enorme cabeza para mirarlo fijamente

Mire... tiene usted razón... fíjese como lo mira...

Alberto, estaba a un tris de una taquicardia. Se le ocurrió imaginar que el perro sabía que los piedrazos no fueron para jugar. Entonces, lo miró con ojos aguados y un vivo temblor en la barbilla

Perdóname Homero... – le dijo en un susurro - … es que te tenía miedo

¿Cómo dice? - exclamó Salvador Bonifacio estirando la oreja para escuchar mejor. 

Homero, creyó comprenderlo todo. Entonces, de un brinco, emprendió una loca carrera de unos cuantos metros para detenerse repentinamente y darse media vuelta con sus patas delanteras clavadas en el pasto, sus cuartos traseros levantados en todo su esplendor y su cola dando latigazos de felicidad a diestra y siniestra. 

¡Tírele otra piedra! - exclamó Bonifacio con sus ojos brillantes

Alberto, con una excitación igual de grande que la emoción que sentía por creerse conectado con el perro, eligió la piedra más grande y cómoda para sus dedos, como para tirarla lo más lejos posible. Esta vez, la piedra se estrelló directamente en la cabeza de Homero.

 

 



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