
Se
da el caso de algunas encuestas que dan señales del porqué los chilenos somos
unos conductores cascarrabias que cada vez nos volvemos más intolerantes con la
forma de conducir que “tienen
otros”. O sea, aquello anecdótico del personaje que llama a la policía
para señalarle que en la avenida donde él circula “todos los idiotas van contra el tránsito”, se está volviendo una
realidad, un estado mental cada vez más delirante. La gente tras el
volante quiere ir muy rápido aunque no tenga prisa ni vaya a ninguna parte. El
asunto es ir y llegar primero.
Lo
malo del caso es que esta manía de conducir a lo bestia se da especialmente en
las grandes urbes, en las metrópolis de fierro y cemento donde la vida parece
tener una velocidad distinta a la que, por ejemplo, tenemos quienes disfrutamos
de estos paisajes fabulosos y de ese mar maravilloso de Algarrobo que es la
panorámica que nos acompaña cuando vamos a hacer algún trámite o quizás de
compras, conduciendo por la costanera relajadamente, sin prisas ni angustias por encontrar estacionamiento. Obviamente, estoy hablando de los meses de Junio y Julio. Para el resto del año aplicamos la correspondiente dosis del Calmatol 5000 o Tranquilex de 600 mg o Armonil directo a la vena.
¿Y
por qué digo “lo malo”? Pues, porque está de cajón que los más asiduos
visitantes a nuestro paraíso, son, sin duda ninguna, los santiaguinos. La
encuesta acusa un número escandaloso de conductores capitalinos con unas ansias
locas de ir, llegar o estacionarse más rápido que nadie en cualquier parte. Es
una manía que, según la encuesta, hace que un 25% de los conductores del gran
Santiago sea considerado como “agresivo, ofensivo, nervioso e impulsivo”.
Y el estudio no está haciendo referencia a asesinos en serie, sino a simples
automovilistas cotidianos que van de aquí para allá (y que luego se vienen para
acá)…
…¡¡Socorro!!
Según
describe el informe, la marca registrada de estos conductores chilenos,
es, la rabia. Mientras en otros países, los maniáticos del volante
viven la vida loca sometidos a un caos indimensionable en todas las vías por
donde es posible circular, y muy pocos de ellos entran en modo rabioso por el
despelote y las malas maniobras de los demás, en Chile los conductores
reaccionan con una ira desproporcionada. De hecho, para un miembro de un gremio
de pedaleros conocido como “Ciclistas
Furiosos”, Santiago, es una fuente inagotable de pelotudos…”hay pelotudos ciclistas, pelotudos peatones, pelotudos de la locomoción colectiva y pelotudos automovilistas”, concluye.
Para
otros estudiosos del tema, Santiago, no tiene ya calles aptas para la
circulación del desproporcionado número de automóviles, buses y
otros vehículos de servicio, y además, ejerce una gran variedad de acciones de
presión sobre el tráfico vehicular -como restricciones, vías exclusivas, vías
reversibles, empadronamientos por cámaras de video, pagos por uso de vías,
etc.- que afectan el ánimo explosivo de los automovilistas sometidos a tales exigencias
y al caos permanente del mismo tránsito. Entonces, cualquier cosa,
cualquier mirada, cualquier bocinazo, cualquier aceleración, cualquier intento
de adelantamiento, es más que suficiente para que las rabias se desaten y los
humanos (¿dije humanoides?) tras el volante pierdan su condición de ciudadanos
y se vuelvan como aquellos neandertales del pasado que, en vez
del traguito, las risas, la conversa o algún parloteo de convencimiento, se iban de una vez al
garrotazo, para luego arrastrar a la “novia” de las greñas hasta su cueva para
darle todo, todo, todo su amor.
Esta
misma emocionalidad exacerbada se extiende en las autopistas de Chile donde una
gran mayoría de los conductores que circulan en ellas no tienen el menor
asco en pasarse por el forro las normas del tránsito, especialmente,
aquella que dice relación con la Velocidad Máxima.
En
un viaje que hice al Sur, confieso, sin demasiada
vergüenza, haberle metido
chala en varios tramos de los 1.110 kilómetros que separan Algarrobo
de Puerto Varas. Sin embargo, y a pesar de ir al límite (pasado) de los 120 k/h
máximos que autoriza el reglamento, una gran cantidad de autos (especialmente
negros, rojos y blancos) me adelantaban como si estuviera parado. Está muy
claro que existe una relación entre el color del auto y el tipo que
lo conduce: los negros (que no son sociópatas), los rojos (que no son
comunistas) y los blancos (que no son angelitos) pertenecen al lote de los que
andan más rápido que ningún otro y también son de los que reaccionan al menor
intento de sobrepasarlos. No les gusta ir detrás de nadie. Su EGO no se los permite.
De
hecho, en docenas de estudios del comportamiento psicológico de
los automovilistas según el color de sus coches, aparecen varias cosas muy
interesantes.
Por
ejemplo:
Los
que se van por el gris-plata,
pertenecen al grupo de los conductores más cuerdos y sensatos que optan por la
seguridad y el cumplimiento de lo indicado en la señalética del tránsito.
Los
que eligen el azul o
el verde oscuro, son
aquellos madurillos que
prefieren la calma, el respeto, la elegancia y el estatus.
Los
que se van por el negro, al
igual que los que prefieren el blanco,
son los más bipolares del lote. Por una parte, son los que
aman el poder y se sienten seguros y dueños de sí mismos, y a la vez, son
agresivos y no se andan con chicas a la hora de pisar a fondo el acelerador.
Sin embargo, también pueden ser los que eligen la elegancia y la sofisticación
en los modelos de lujo.
Los
que aman el color rojo o
el amarillo, son aquellos de
espíritu rebelde, pretenciosos y agresivos que les gusta llamar la atención y
que están siempre conectados con todo lo que ocurre a su alrededor,
especialmente si algún idiota los
quiere adelantar.
Es
justamente por culpa de esta fauna de automovilistas que azotan las calles de
todas partes, que Algarrobo tiene la obligación de hacer valer sus derechos y
bajarles los decibelios a todos aquellos visitantes y residentes que
tenemos malas costumbres y que a veces nos domina ese ánimo
maldito, el loco arrebato que nos hace transformarnos en ‘rápidos y furiosos’.
